El acertijo


Aún a ve­ces, cuan­do me des­pier­to en mi­tad de la no­che, al abri­go de la luna cla­ra,
me gus­ta ba­jar des­cal­za a la pla­ya y es­cu­char mur­mu­rar al mar. Pa­re­ce que le oigo, su arru­llo me cal­ma. So­sie­ga mi men­te agi­ta­da.


Años atrás, cuan­do era una mu­cha­cha y el mar nos daba de co­mer co­no­cí a un
jo­ven es­ti­ba­dor que tra­ba­ja­ba en el puer­to. To­dos los días nos mi­rá­ba­mos sin decir pa­la­bra has­ta que un día acom­pa­ñan­do a mi pa­dre a la lon­ja, me sa­lu­dó. Al sa­lir
en­tre el gen­tío y acer­car­se a no­so­tros, pude apre­ciar la pers­pi­ca­cia en su mi­ra­da.
Unos ojos ver­des chis­po­rro­tea­ban ale­gres cuan­do me es­tre­chó la mano, y cier­ta-
men­te era así, muy agu­do y sa­gaz.


Em­pe­zó a ser cos­tum­bre ver­nos y pa­rar­nos a char­lar un rato. Aun­que no quería dis­traer­le en su tra­ba­jo y que co­me­tie­ra una im­pru­den­cia que le pu­die­ra las­timar, dis­fru­ta­ba mu­cho de su ame­na con­ver­sa­ción y sus acer­ti­jos. Nos tur­ná­ba­mos para re­sol­ver­los, ha­cien­do la jor­na­da más ame­na y di­ná­mi­ca.
Al­gu­nas tar­des in­clu­so que­dá­ba­mos para na­dar o pa­sear por la pla­ya. Me conta­ba his­to­rias fan­tás­ti­cas y lle­nas de mis­te­rio ha­cien­do que no pu­die­ra de­jar de mirar­lo in­tri­ga­da. Re­co­gía­mos con­chas, que jun­to con unos cla­ve­les blan­cos, lle­vá­bamos como ofren­da a la vir­gen del Car­men y así pa­sa­ron los años.


Cier­to día mien­tras ca­mi­na­ba con la mer­can­cía de la ma­ña­na car­ga­da en la ca-
be­za, me sor­pren­dió con un acer­ti­jo que no lo­gré des­ci­frar sino mu­cho tiem­po
des­pués.
Sal­tó ri­sue­ño cor­tán­do­me el paso y me dijo:
“Si me tie­nes, quie­res com­par­tir­me… pero si me com­par­tes, no me tie­nes.”
El co­ra­zón se me ace­le­ró mien­tras él se ale­ja­ba con una me­dia son­ri­sa en la
cara y se subía al ca­mión. Des­de en­ton­ces, to­das las ma­ña­nas fa­lla­ba en las respuestas y cuan­to más in­ten­ta­ba re­sol­ver­lo, más gra­cia le ha­cía has­ta lle­gar al pun-
to de ren­dir­me. Le pedí que me di­je­ra la so­lu­ción, pero solo se li­mi­tó a de­cir­me
que no. Me en­fa­dé con él y du­ran­te unos días es­tu­vi­mos sin ha­blar has­ta que de
pron­to es­cu­ché un rui­do en­sor­de­ce­dor.
Fui co­rrien­do a ver que su­ce­día y vi un bu­que em­bes­tir­nos al atra­car en el
mue­lle. In­me­dia­ta­men­te pen­sé en mi ami­go y me asus­té pen­san­do en lo peor. La
gen­te co­rría con­fu­sa mien­tras otros co­men­ta­ban que Ro­dri­go ha­bía evi­ta­do una ca­tás­tro­fe.

El cli­ma se tor­nó es­pe­so y la in­cer­ti­dum­bre me aho­ga­ba el pe­cho.
Lle­gué como pude has­ta su pues­to, pero solo ha­bía un ama­si­jo de hie­rros en
su lu­gar y allí mis­mo me de­rrum­bé. Deje caer mi frá­gil cuer­po, per­dien­do las fuer-
zas mien­tras mis ojos se nu­bla­ban al ba­ñar­se en­tre mis lá­gri­mas.


Me ne­gué a acep­tar una ver­dad que sa­bía que po­día pa­sar, pero que como
todo ac­ci­den­te en la vida, pien­sas que no te va a su­ce­der.
Pa­sa­ron los días y no con­se­guía no­ti­cias de él, na­die sa­bía que ha­bía su­ce­di­do
exac­ta­men­te y las ver­sio­nes eran con­tra­dic­to­rias así que los días se su­ce­dían agóni­cos a la es­pe­ra de al­gu­na no­ve­dad, pero el lle­gar a casa era peor aún.
Las no­ches en vela vi­nie­ron, jun­to con las pe­sa­di­llas. A ve­ces si era bueno el
día, con­se­guía dor­mir ape­nas un par de ho­ras has­ta que de pron­to, una no­che allí
le vi, o al me­nos eso me pa­re­ció.
Te­nía la mis­ma son­ri­sa de siem­pre y lle­va­ba un ramo de ro­sas. Ca­mi­na­ba ha­cia
mí con los pies des­cal­zos y se le veía bien. Fui co­rrien­do a su en­cuen­tro y nos abra-
za­mos, pero yo no po­día de­jar de mi­rar­le. Ro­dri­go es­ta­ba un poco ma­gu­lla­do
pero es­ta­ba vivo.
– ¿Te digo la res­pues­ta?— Me pre­gun­tó y yo pen­sa­ba que más bien era él,
quien ten­dría que ha­cer­me una pre­gun­ta. Asen­tí con la ca­be­za mien­tras
olía las ro­sas y me dijo.— Lo que bus­cas es “el se­cre­to”
– ¡El se­cre­to!— Ex­cla­mé ali­via­da.— Tan­to tiem­po pen­sán­do­lo y era eso

Mu­cho tiem­po, pero me­re­ció la pena es­pe­rar. Ese ha sido mi se­cre­to.
Que­rer­te y no te­ner­te.
– ¿Y por qué no lo di­jis­te an­tes?
– Por mie­do al re­cha­zo.— Con­fe­só mien­tras me abra­za­ba.
– Pre­ci­sa­men­te tú, que no tie­nes mie­do a nada, que tra­ba­jas ju­gán­do­te la
vida…
– Aho­ra ya no im­por­ta.— Dijo mien­tras me be­sa­ba.
Y aque­lla no­che la re­cuer­do to­dos los días de mi vida. La re­me­mo­ro una y otra vez
cuan­do pien­so en él, en vo­so­tros, en lo que la vida nos re­ga­ló. No es­toy de­men­te,
aún guar­do la ca­be­za en su si­tio, pero tal vez aho­ra en­ten­de­réis por qué vues­tra
ma­dre baja a la pla­ya des­cal­za en mi­tad de la no­che.

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